"Como si yo fuera su novia". Presentación de Bossi y Blatt.


Fotografía: Marco Zanger. 

El chico del cristal encantado - Osvaldo Bossi

Había una vez, hace mucho tiempo, un chico de 9 o 10 años, un poco tartamudo, que tenía un secreto. Aunque no supiera muy bien, todavía, qué era. No importa. Lo que sí sabía, por la mirada de los demás, es que era un chico distinto, un chico diferente, como dicen ahora. Es decir, no entraba, por más esfuerzo que hiciera, en los modelos establecidos por los otros chicos de su edad: o le sobraba por un lado o le faltaba por el  otro.

Esto no hubiera sido ningún problema, si él hubiera vivido en un mundo menos preocupado por estas cosas. Pero en ese mundo, y por aquellos años, la gente era extremadamente quisquillosa en ese sentido. Un chico o una chica, si se salía de la norma era castigado, sin ningún miramiento. Había que enderezarlo, decían, con esa obsesión por las cosas derechas que tiene la gente en general. En fin, la cuestión es que el chico (que era tartamudo pero no idiota) decidió ocultarse por un tiempo, hasta que las cosas cambiaran… En realidad, no se escondió él, en persona, sino lo que llevaba en su corazón. Y lo que llevaba, era un pequeño cristal que contenía todos los secretos del chico, y no sé cuántas cosas más.

Afuera, la batalla campal seguía. Blancos contra negros, ricos contra pobres, gallos de riña contra gallitos de salón… El chico aprendió a sobrevivir en medio de ese clima, de a ratos, tremebundo y hostil. Cada tanto, a la noche, revisaba su preciado tesoro (el cristal leve y tornasolado como una tajadita de luz)  y al ver que seguía intacto y en su lugar, cerraba los ojos y se dormía.

Así fueron pasando los días y los años. Una mañana, el chico se despertó y ya era un adolescente. Tenía pelitos en la cara, la voz más grave, y unos atolondrados zapatos de plataforma. La guerra, por supuesto, seguía. En las escuelas, en los potreros, en medio de las fiestas navideñas, al pie de una silenciosa montaña o frente al mar. Todo el mundo, dale que te dale, con la misma cantinela: Viva esto y muera lo otro… Hasta que una tarde, de golpe, pasó algo. Pasó otra cosa: un poema. El chico lo escuchó calladito y con piel de gallina. Era raro, porque estaba hecho con las mismas palabras que se usaban todos los días, y al mismo tiempo, no. Eran palabras inventadas. Palabras que no decían nada y decían todo. Como un ábrete sésamo de juguete.

La cuestión es que, una vez dichas, el tiempo se detuvo.  Dios mío, qué es esto, se preguntó, asustado. Tenía la piel del rostro y las manos sudadas y le dolía el corazón. Entonces miró hacia adentro, para verificar que el cristal estuviera como siempre, sin ninguna abolladura y en su lugar. Pero el cristal seguía allí. Más hermoso y más lustroso que nunca. 

Al otro día, averiguó por sí mismo de qué se trataba todo ese asunto de las palabras, en un diccionario, pero y poco y nada encontró. Así que se animó y le preguntó a Dios, en un sueño, sobre ese asunto de la poesía, a ver si le aclaraba el panorama:

—Decime Dios, vos que sabés de todo. ¿Qué son esas palabras? ¿Son brujería?
Y Dios, sin quitarle la vista de encima, le respondió:
—Más o menos.
—¿Son una ciencia, entonces?
—Y… más o menos.
—¿Se aprende en las escuelas?
—Te diría que sí, y te diría que no.
—No entiendo. ¿Pero qué son, que son? –le preguntó el chico, un poco impaciente.
—Son palabras que, al juntarse de una forma determinada, hacen un poema –le explicó Dios-. Nada del otro mundo. Algunos creen que es extremadamente fácil escribirlos, y otros, que es extremadamente difícil. Eso.
—Y vos, ¿qué pensás?
—A mí me parece que son las dos cosas a la vez. Probá y escribí uno. A lo mejor te sale…

El muchacho le dio las gracias e inmediatamente, olvidándose que estaba adentro de un sueño, cerró los ojos y se durmió.Al despertarse, en la cocina de su casa, abrió el cuaderno y escribió sin pensarlo unas cuantas frases borrosas, que se interrumpían en mitad de la hoja y se precipitaban al renglón siguiente, como en picada. Cuando terminó, leyó en voz alta y, cosa extraño, sin tartamudear.En la cocina, el agua que hervía en la pava, los platos, el trapo de piso, el aparador y su mamá, que iba y venía, con sus ojos brillantes y sus pestañas de terciopelo,se quedaron quietitos, callados, escuchándolo. Fue un momento, nada más. Después, todos volvieron a lo suyo. Sin embargo, era evidente que algo, muy extraño, había pasado. 

Entonces se acordó de su cristal y fue, como un bólido, a buscarlo. Su amigo estaba por ahí, lo más campante, medio borracho todavía, escuchando el rebote de las palabras que iban y venían, como el sonido del mar adentro de un caracol.

—¿Y…? ¿Todo bien?  
 —Todo bien –le contestó el cristal, con una voz rara, contenta y triste al mismo tiempo, que es el estado en que suele dejarnos la poesía, al parecer.

Desde ese día, el muchacho se dedicó, como un loco, a repetir ese milagro irrepetible. A escribir versos, del latín versus, le explicaba al cristal, que no entendía una sola palabra de todo eso, y aún asi, lo acompañaba en sus tareas.Aunque aparentemente no estuvieran haciendo nada. O paspando moscas, como decía su tía clavelina. No importa. El chaperío, de alguna manera,  se iluminaba, gracias a esta actividadclandestina e invisible. 

Afuera, las batallas cambiaban y se multiplicaban, con algunos, insignificantes, períodos de paz. Pero seguían, invencibles. Y el muchacho siguió también, por las suyas. De la única forma que sabía hacerlo: escribiendo alegres y apesadumbrados poemas.Con tanta suerte, que a muchas personas le gustó. Bah, muchas. Tres o cuatro gatos locos, pero que al muchacho le parecieron una inmensidad. Por supuesto, se los agradeció. Aunque nunca dejó de sentir que se trataba de un malentendido y que en cualquier momento lo descubrirían. Él solamente quería proteger a su cristal. Aunque fuera un cristal insignificante, de morondanga. Guardarlo, en esa suerte de estuche incandescente, que eran las palabras para él.

Y así pasaron muchos años, y un día llegó este día, llegó este momento. Unos meses antes, Hilda Fernández y GustavoGottfrield, los editores de Mágicas naranjas, le pidieron a este muchacho (que ahora es un hombre en realidad) un poema, y luego (sigilosamente, con la ayuda de un hada, cuyo nombre es María Valeria Chimici) lo transportaron aquí, en este libro que es, en sí mismo, un cristal.Después lo llamaron a Marcelo Tomé y le pidieron que hiciera unos dibujos, estos dibujos, tan hermosos, que acompañan el libro y son el libro. Al verlos, el muchacho sintió una alegría, tan grande, que se confundía con la tristeza, es decir, que la poesía lo visitaba otra vez. Pero ahora lo hacía por medio de aquellas ilustraciones, de ese perrito verde que lo miraba, como nunca lo había mirado nadie en el mundo, para toda la eternidad.   

Entonces, por primera vez después de mucho tiempo, el muchacho levantó los ojos y miró a su alrededor, y al hacerlo, pudo advertir que algunas cosas, milagrosamente, habían cambiado.

Si bien no estaba en un mundo ideal, ese mundo era otro, completamente distinto al de su infancia. Sin ir más lejos, una editorial de libros de poesía para grandes y chicos, llamada Mágicas naranjas, le pedía a él (tan luego a él) un poema para incluirlo en su colección. El muchacho se asombró, al principio, y creo que todavía no sale de su asombro. Aún así, como es de piscis(y lo piscianos, al parecer, son criaturas atolondradas y creyentes, no importa lo que les pase)buscó la llave, abrió su corazón y les entregó el cristal.

Ese cristal, ahora, está en este libro. Intacto; sin una sola rayadura. O alguna que otra rayadura (para qué negarlo) que no hace a la cuestión. El muchachoque lo escribió, en cambio (el hombre que soy yo, en realidad, como se habrán dado cuenta) no puede decir lo mismo. Pero las guerras son así. Tanto terreno minado, tanto cavar trincheras, que uno termina como termina. Igual, no me quejo. Conmigo, no solo llega mi cuerpo, un poco averiado, sino este pequeño cristal que brilla como una tajadita de luz. Un libro que habla, como todos los libros de poesía, de amor. De amor, sólo eso.  De un amor, en todo caso, al que le ha llevado mucho tiempodecir su nombre, pero aun así, lo dice. Lo celebra. Llegará el día, seguramente, en que no haya necesidad. Eso espero. Mientras tanto, es importante decirlo, sin subterfugios. Y recordar, desde luego, a quienes lucharon en medio de la noche oscura, entre la realidad y el deseo, por una realidad menos adversa. Como la realidad y el deseo que ahora, misteriosamente, en este este libro, se juntan. Vaya uno a saber por qué.

Hablando de eso: Giorgio Agamben, que pensó y escribió tanto sobre la infancia, dice que para que exista la felicidad, tenemos que creer,primero, en la magia. Qué la felicidad es eso, un hecho mágico,y cuando ocurre, ocurre, no hay otra explicación.Bueno: yo creo, yo creí todo el tiempo, en la magia, en ese cristal medio tarambana y extraño que es el amor, y que es la poesía para mí. Sin ellos, seguramente no hubiera podido hacer nada. Y no hubiera recibido nunca este regalo: la publicación de un libro que es mucho más que un libro. Y si no, piensen en esto: mañana, o pasado mañana, o dentro de muchos años, un niño, cualquier niño, lo abrirá, y al hacerlose encontrará (si tiene suerte) con su propio corazón-todavía un poco tartamudo, es cierto, pero se encontrará. Imaginen ese momento. Por eso, sólo por eso, este libro es el más importante de todos los libros que escribí.

Osvaldo Bossi
Noviembre de 2013

(Texto leído durante la presentación de

Como si yo fuera su novia, Editorial Mágicas naranjas)


Fotografía: Marco Zanger.

Una alegría de perrito chihuahua, o algo así - Mariano Blatt

¿Cuál es la función de la poesía? ¿Cuál es la función de la amistad? ¿Cuál es la función de los regalos? ¿Cuál es la función de la educación? ¿Cuál es la función del sexo? ¿Cuál es la función de los libros? ¿Cuál es la función de los poetas? ¿Cuál es la función de un poema en particular? ¿Cuál es la función de los desenlaces en las historias? ¿Cuál es la función de los desplazamientos semánticos de la lengua? ¿Cuál es la función del progreso? ¿Cuál es la función de los géneros? ¿Cuál es la función de los géneros literarios? ¿Cuál es la función de las franjas etarias? ¿Cuál es la función del sentido común y cuál la función de las batallas en contra del sentido común? ¿Cuál es la  función de las ilustraciones? ¿Cuál es la función de los amigos presentando libros? ¿Cuál es la función de un proyecto nuevo? ¿Cuál es la función de lo que uno tiene para decir y cuál la función de lo que el otro tiene para decir? ¿Cuál es la importancia de decirlo? ¿Cuál es la función de la censura? ¿Cuál es la función de la autocensura? ¿Cuál es la función de esta década? ¿Cuál es la función de lo diferente y en qué se diferencia lo diferente de lo normal?

No son pocas las preguntas que me ha sugerido la lectura de Como si yo fuera su novia, libro con texto de Osvaldo Bossi e ilustraciones de Marcelo Tomé, editado por Mágicas Naranjas. Estas que acabo de enunciar son apenas algunas. No quiero excederme en el tonto y sabio jueguito de la aliteración, efecto del lenguaje al que le soy tan adicto. Pero podría seguir. De hecho, me hubiera gustado que este texto de presentación fuera tan solo una larga lista de preguntas empezando con “¿Cuál es la función…”.

¿Cuál es la función de un perrito de peluche? ¿Cuál es la función de la industria editorial? ¿Cuál es la función de lo experimental? ¿Cuál es la función de las librerías y cuál la función del sector destinado a los niños? ¿Cuál es la función del primer verso de un poema? ¿Cuál es la función de Osvaldo Bossi?

¿Cuál es la función de un poeta como Osvaldo Bossi? Un poeta que en apenas doce versos: “Como si yo fuera su novia / me regaló un hermoso, inmenso / perrito de peluche y acto seguido / etc, etc”, nos pone a pensar, es decir pone a funcionar en nosotros una máquina poderosísima que es la máquina de la incerteza, de la duda, de lo nuevo.

¿Cuál es la función de un maestro como Osvaldo Bossi? Un maestro que va dejando desparramadas al costado de los caminos de la poesía argentina semillas que brotan y que cuando brotan son a veces libros (“Mark en el espacio”, Mariana Suozzo, 2007); a veces proyectos (Malón Malón, Tom Maver y Patricio Foglia), a veces editoriales (Mágicas naranjas); a veces ciclos de lectura (El Rayo Verde); a veces talleres, amigos (Hugo Zonaglez, Joaquín Oreña, Jotapé Rodríguez, Santiago Rey), borrachos inolvidables; cenas en pizzerías de Congreso, etc. etc.

¿Cuál es la función de todo esto? ¿De una presentación en el Centro Cultural de la Cooperación? De desconocidos que se tomaron un subte, un bondi, que hicieron tiempo a la salida del trabajo, para ahora estar acá? ¿Cuál es la función de este texto? ¿Cuál es la función de lo que va a venir? ¿Cuál es la función de los próximos cincuenta años? ¿Cuál será el nombre más recordado de entre todos nosotros? El de Bossi, sin duda el de Osvaldo Bossi. Incansable guerrero de Caseros. Poeta descomunal de la rr resbalada. Maestro y alumno a la vez. Padre, madre, hijo. Compañero de los solitarios, de los que viven abajo del puente.

Bossi, que cuando lo invité a leer en el Parque Centenario llenó el estadio, se paró en el medio del escenario y como una estrella, como Madonna o Lady Gaga, se dirigió al público y dijo algo que era más o menos así: “Atahualpa Yupanqui decía que cuando uno lee en público, lee para uno sólo. Bueno, en ese caso, acá estarían sobrando 999”.

Bossi, el poeta que leyó para mil personas. El que hizo que esa noche en Parque Centenario un amigo que nada que ver con la poesía y que en realidad había ido a ver a Coiffeur me mandara un mensajito preguntándome el nombre del chabón que había leído antes de Coiffeur.

Bossi, Osvaldo Bossi, ahora al alcance de los niños. Y con una historia de amor entre varones... no sé… ¿qué quieren que les diga yo? ¿Para qué me trajeron? Sólo puedo decir, amigos, que siento, como dice el poema de Osvaldo:  “una alegría incontenible / de perrito chihuaha o algo así”.



Mariano Blatt
Noviembre de 2013

(Texto leído durante la presentación de

Como si yo fuera su novia, Editorial Mágicas naranjas)


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