TIJERAS
unas
tijeras inyectan culpa
salvadora
de
liviandad
de muerte
para que
nada cambie
irremediablemente
OTRA FUGA
tan ida
de mí estaba
que hay
cosas
que
dicen que hice y
no las
recuerdo.
FAST
FOOD
la chica
ronronea
en la falda
del
viejo
que no
mira sus canas
y le
muerde una pierna
y la
come con papas
y le
deja el vuelto
HERENCIA
hombres
de plomo
me tiró
mamá
y me
amputé la cabeza
para
olvidarla a ella
para
salvarme de ellos
ORACIÓN A SAN JUDAS TADEO
Que una mirada quinta sinfonía
me perfore las corneas
y me arranque la minifalda
sin
preámbulos ni preservativos.
Lía Sosa: estuvo en Vietnam, donde aprendió origami, tiro al blanco y a esperar cuerpo a tierra el fin de las vibraciones de una lluvia de bombas. Fue justo ahí dónde, fugazmente ilumi-chamuscada por el fuego, tomó su Rivadavia forrado de telaraña y escribió: Pogo Psico. Después, ahora, se dedica al aquadance y a la cría de conejos.
Ilustración: Aldana Antoni
¿Cómo se origina una tormenta?, por Joaquín Oreña
Parecería ser que los poemas de Lia Sosa, siempre están
hablando acerca de una tormenta. No hay una mirada contemplativa que
pasivamente busca así lograr humanizarse, ni tampoco son la tormenta misma. No
son propiamente esa agitación que se da sobre el cielo y los paisajes, para que
nosotros al verlos a la distancia podamos disfrutar de ese poder de separación
que la mirada da. Más bien, a través de lo que dicen, buscan vincularse con
ella. Y entonces, si los textos son lo que aspiran a conquistar la proximidad de
esa lluvia constante y ese viento furibundo… quienes leen estos poemas,
impregnándose placenteramente sin estar advertidos de que hay allí algún tipo
de riesgo, se preguntan: ¿Cómo es que se origina una tormenta? O mejor aún,
llevados por el contenido, por las palabras que se suman una a otra en el
interior de su deriva discursiva, dicen y dudan, tratando de averiguar:
¿Por qué una vez que esta se inicia, y arroja todo su caudal
de imágenes nuevas sobre la tierra, algo extraño sucede, y entonces termina?
Estos poemas creo,
que tienen la capacidad de llevar al lector hacia ese lugar, ese espacio
misterioso de atmósfera que se genera una vez que el agua y el viento cesan.
A veces abruptamente y con decisión, a veces sin
pretenderlo, como involucrados en su propia contradicción; queriéndolo pero
también sin lograr darse cuenta.
Junto con quien los lee, el yo lírico también es víctima o
receptor de lo que indefectiblemente va a suceder o ya ha pasado; y es esa
fantasía artificiosa que se separa de lo verídico testimonial lo que los
afecta. Es que ese designo u ese potencial destino, no depende mucho de algún
tipo de voluntad humana. No depende mucho de nuestro corazón. Aunque tampoco
soporta el avasallamiento del que es objeto sin antes advertírnoslo. Porque claro
es, que cada uno de los versos de estos textos, más y más van perimiendo
aquello que llamamos ingenuidad.
Quien los escribe elige, pero no podría decirse que hay allí
una víctima consciente y alegremente dócil a la vez, sino alguien que se
enfrenta a la escritura compelida por la fuerza única y estrepitosamente lábil
que tiene para los seres humanos la naturaleza.
Joaquín Oreña, Santiago del Estero, 1979.
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