Los
incendios forestales arrasan con todo en verano, las lluvias generan aludes en
invierno… erosión masiva, fuego y barro, y un terremoto anunciado para abril.
Pero a nadie le importa un carajo.
Hunter
S. Thompson
Un
pueblo chico
con una vida previamente calculada
aún conserva sus refugios de barbarie.
En los baños, como en un matadero,
las bestias de la intimidad huelen
desde afuera el martirio
la amenaza.
Las habitaciones ofrecen una imagen
suntuaria
construida con austeridad
en ellas canasta y tacho son lo mismo.
Visitadas gentilmente
dan marco a contratos impecables
celebrados
con palabras que resbalan sobre las vías
de Gutenberg
permiten ser abandonadas
a condición de dar unas cuantas vueltas
previas.
A
mis espaldas cae la tarde bonaerense
bonaerense
esa palabra impura
anudada en la unión de la “e” con la “a”
a mitad de camino entre Buenos Aires y…
Rayos anaranjados me atraviesan
se reflejan en la pantalla del monitor
(ya no puedo identificar a las palabras
que parecen hacer agua).
Las chicharras sobre los tilos mal
podados
ejecutan sus cuerdas
se superponen no me dejan oír
la música que sale de los altoparlantes.
En eso suena el timbre
atiendo por la ventana
un hombre me ofrece baratijas
dice que prefiere salir a golpear puertas
en lugar de hacer “cosas malas”
para comprarle leche a la nena.
Afuera
la pampa atrevida
cuela su barro por las grietas del
concreto
evapora sus aires húmedos
que infantilizan mi percepción.
Ahora puedo verlo, sos una mujer rota
especialmente cuando arrojás en parábola
el cigarrillo
a las vías.
El tren nos deja en el bar del Retiro
donde nuestras alternativas se reducen
a fingir amabilidad con los turistas
o putear al ingeniero y su coro juvenil
transmitidos por TV en Cadena Nacional.
Por
mi parte prefiero más negros lindos como esos
que se visten con prendas deportivas
mal combinadas.
Van fumando en el tren
con las ventanillas abiertas en invierno
escuchan el eco del convoy contra las
paredes
(de esos opacos muros surgen los trazos
de nuestros más salvajes sueños).
Ellos se paran se marean hacen equilibrio
en el pasillo del vagón no precisan
esquivar a los pasajeros
les abren el paso con un temor
reverencial.
Expulsados
cada uno por su lado
quedamos fascinados con el calado de las
veredas del Paraíso
pisamos los frutos contra las baldosas
son microbombas libertarias
que nos embarran cada vez más.
A contramano de las flechas pintadas en
las paredes
ponemos el grito en un lado y los huevos
en otro
oímos a los grillos del pavimento
la luna es nuestro referente.
Nos tropezamos unos con otros
en las calles circulares de Ciudad Jardín
y todos vivimos bajo la amenaza de una
lluvia púrpura.
El
Servicio Meteorológico Nacional
emitió un alerta
por “sudestada”.
Un viento frío, fuerte, mojado
golpeará de costado por debajo
a esta ciudad desmesurada
que (discúlpenme el lugar común)
se expande como una mancha de aceite
sobre la llanura.
Hidrocarburo incontinente
avanza y avanza a su ritmo
tornasolando todo lo que se le interponga
Dinosaurios
pasturas, guanacos, ciervos,
querandíes, puelches, españoles,
franceses, ingleses, criollos,
gauchos, tanos, gallegos, judíos, turcos,
gitanos
estancias, industrias, edificios,
departamentos, oficinas
casas, ranchos
y cabecitas negras.
El viento colabora con el revuelto
empuja y empuja
su fuerza centrífuga nos arroja por la
borda a un río furioso
levemente resentido
que devuelve a lo que quedó de nuestras
costas
botellas plásticas, bolsas de nylon,
deposiciones
ofrendadas en forma sistemática
hasta apenas minutos antes de la
advertencia oficial.
Este
calor en otoño
provocado dicen por los gases que
emanamos
me brinda el combustible necesario
para salir a probar mi disciplina urbana.
Pertrechado con la indispensable cantimplora,
altas botas y
demás artículos de camping
fugué hacia un recorte de bañados y
pantanos
una reserva de la avanzada de cemento.
Dentro de ella me entregué a sus
recorridos establecidos
que tiene por destino una frescura
psicológica
creada por bombas que regurgitan el agua
y los patos del lago artificial.
Al borde de los adoquines
admiré la sinergia de las palomas
se desplazaban de aquí para allá sin
chocarse
(y hasta compré comida para esos bichos).
Pero cuando se acercaron empujados por la
gula
logré patear a algunos miembros de la
bandada
lo hice –que quede claro– por su atrevimiento
y el mal olor que
tenían.
Cientos
de ballenas piloto
aparecieron varadas en una playa perdida
del Pacífico sur.
La noticia impactó a los isleños
que en un ejercicio de porfía vitalista
se acercaron y consideraron la
posibilidad
de devolverlas al mar.
Era demasiado tarde
los radares no detectaron a tiempo el
pesado naufragio
el sol y el calor mataron por asfixia a
la mayoría de los cetáceos
el resto
agonizaba.
Las autoridades decidieron entonces
muy a su pesar
comenzar con el proceso de eutanasia.
No se brindaron detalles del método de
ejecución aplicado
¿un arponazo al corazón
rifle sanitario
la inyección letal?
En tanto
fue fascinante el espectáculo que brindaron
esos cuerpos
desnudos y extendidos sobre la arena.
Al otro día
un terremoto sacudió a la isla.
Finalmente
un malón fantasmagórico
me agarró desprevenido y se llevó
la hacienda mental junto a mi alma.
Ahora estoy fresco y tibio
enterradito en el Midland
el subsuelo del lodazal.
Es un éxtasis la carnadura que logro con
esta tierra
a la que nunca le di la oportunidad del
arraigo.
Pedía todo de mí
y cuando lo consiguió me gratificó de tal
manera
que no pude transmitir la experiencia.
Martín Sánchez Ocampo nació en Buenos
Aires el 16 de agosto de 1975. Cursó estudios de Ciencias de la Comunicación en
la UBA. Periodista web, actualmente trabaja como editor para un portal de
noticias. Publicó “Lluvia púrpura” en 2008 por el sello editorial Huesos de
Jibia.
Ilustración: Valeria Allende.
En el midland - Alejandro Méndez
Lugares móviles donde
cada palabra transita paisajes con elementos intrascendentes: un
cigarrillo tirado a las vías, bolsas de nylon, botellas plásticas,
patos de un lago artificial.
Todo se articula en la
pampa, en la llanura, en el midland. Es un lienzo de tierra que bien
pudiera ser la remanida página en blanco. Acá la tierra es árbitro
de tempestades, la localización precaria de un pueblo chico y sus
habitantes.
Una poesía del espacio
que desplaza palabras, sonidos y personas; para someterse a la furia
de la naturaleza que disciplina al deseo. No a la inversa.
Incendios, aludes,
terremotos: ellos operan la grandeza y fijan la ruta de las personas
como marionetas en la pampa. Los frutos del paraíso pisados contra
las baldosas son microbombas libertarias.
Un malón fantasmagórico
que censa el caos, y es consciente del viento y de la lluvia.
La tierra tiembla y no es
arraigo sino punto de partida.
Alejandro Méndez, Buenos Aires, agosto de 1965.
Ilustración: Valeria Allende.
Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle - Nicolás Reichman
Antes de leer los (buenos) poemas de Martín Sánchez
Ocampo, leo su breve texto de biografía y me informo que nació en Buenos Aires.
Pienso: ¿ciudad o provincia?, ¿porteño o bonaerense?, o, rememorando una
disyunción de mi facho favorito del siglo XIX: ¿civilización o barbarie?
Ya desde sus primeros versos, su poesía me da una
respuesta que si bien no sé si es correcta, me resulta irrefutable: provincia;
pero a la vez, a medida que avanzan sus poemas parecen darle un cross de
izquierda al edificio protofascista de pensamiento sarmientino dejándolo knock
out antes de que suene la campana del primer asalto de un combate de boxeo que
eventualmente podrían realizar. Es que en este sentido, si bien el autor
confiesa que los pueblos chicos aún conservan sus refugios de barbarie, estos
se limitan a lugares donde la intimidad prima, como los baños. Pero ese ejemplo
de barbarie no se puede achacar sólo a un pueblo chico del interior, sino que
es más bien propio de la gran ciudad, incluso en lugares donde el fantasma de
Sarmiento está sumamente presente (ver baños de la Facultad de Filosofía y
Letras). Y es que si el principal temor de Sarmiento pasaba por el hecho de que
la barbarie se expandiera en la ciudad, Martín Sánchez Ocampo nos muestra
claramente que el principal problema es en realidad “esta ciudad desmesurada
(…) que se expande como una mancha de aceite sobre la llanura”. (Y entonces me
doy cuenta: el verdadero bárbaro siempre fui yo, Sarmiento me mintió toda la
vida. ¡Sarmiento, te odio!). A partir de esta revelación, se puede entonces
actualizar la histórica dualidad sarmientina, pero viendo como esos dos polos
opuestos han invertido su carga; de este modo, es posible vivir una experiencia
mística con la naturaleza aledaña a las abandonadas vías del viejo Ferrocarril
Midland al oeste de la Provincia de Buenos Aires, una sensación sin duda
gratificante, pero ante la “naturaleza” artificial y podrida (y enrejada) que
nos brindan los parques y plazas de la ciudad, es más común sentir asco.
Sin embargo, luego de invalidar la histórica oposición
entre civilización y barbarie que nos enseñaron en la escuela para que seamos
“buenos ciudadanos”, estos poemas también nos advierten que ante un desastre
natural, como una furiosa sudestada, parece imposible salvarse, sea uno de un
pueblo chico del interior o de las grandes ciudades, y todos terminaremos
expulsados al agua. Pero como tiendo a desconfiar de los poetas y los grados de
significación del lenguaje, pienso que sudestada en realidad es una metáfora
acerca de que pereceremos a menos que logremos sortear nuestras diferencias
como país (que los hermanos sean unidos
decía el viejo gaucho Martín Fierro), o tal vez se refiere a una horda iracunda
de zombis que vienen a por todos; imposible determinarlo con exactitud, pero
por las dudas ahora estoy arriba de mi
casa con un rifle.
Nicolás Reichman, Buenos Aires, septiembre de 1985.
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