Daiana Henderson - Debemos atrapar el sol


poesia argentina


Poemas de EL GRAN DORADO:

Bicicleta

Cada uno de los caminos es un túnel
vallado por árboles de distinta especie.
Andá a saber dónde nos llevan.
Clava el talón en el ripio y dice
“¿a dónde queda el atardecer?”.
Hay que agarrar por la derecha.
Llegamos a donde se termina todo,
con esfuerzo.
Debemos atrapar el sol,
hay que alcanzarlo.
Está nublado pero podemos
percibirlo triturar los últimos
papeles aluminio de la ruta
paralela al horizonte,
atrás de la plantación que ahora es verde loro,
pero en una época del año, me dicen,
vienen las niñas de 15 a fotografiarse
al campo dorado de trigos.
No me entra la realidad en los ojos
y quisiera que el mundo sea sólo esto.
Bastaría.
No habría mayor necesidad, excepto
abrigarse cuando oscurece,
compartirlo.
De vuelta, voy esquivando con la bicicleta
pozos de agua sedimentada.
Me creo lejos de las obligaciones, acá.
Pero vuelvo cargando la mayor
de las responsabilidades: escribir
el poema más hermoso.



Un balcón es una viñeta

La apertura del invierno
inaugura la temporada
de los abandonos.
Como si algún organismo
interno, se rehusara a recurrir
a los recursos gratuitos
de la supervivencia humana.
Todas las luces
de los edificios se terminan
junto con tu cigarrillo.
Apago el televiso,
me pregunto cómo se habrán escuchado
las cosas que te dije
desde donde te encontrabas.
Prendo uno para que algo,
en el espacio de la ciudad
que crece entre nosotros,
permanezca encendido.



La ropa mojada junto a la rejilla

Escribir
sobre lo que se puede escribir
es como pensar en ser
lo que podemos ser,
¿por qué no quedarse quieto?,
¿por qué mejor no dejarse?,
charlar con el que
va sentado al lado, en vez
de poner esa cara de
“hacia donde voy
es un lugar misterioso e importante
y todos me esperan allá”.
Si sabemos,
todos hemos pasado
por ese momento
en que salimos de la ducha
y nos quedamos
sentados sobre la tapa del inodoro
desnudos
y con las manos agarrándonos la cara,
para que no se nos salga,
para que por lo menos
eso nos quede.



En una cocina de Rosario

Dos lucecitas verdes del módem en la oscuridad
titilan como si estuvieran asustadas.
Del freezer sale un ruido de viento polar
que me hace pensar que hay mundos
adentro de las cosas.
Adentro de la compu apagada
está Eugenia que se fue a España
con su familia durante la crisis
y no pudo volver nunca,
está Agu en Buenos Aires
tirado en la cama, pensando
con qué reemplazar el cigarrillo.
En mi celular sin crédito
hay varios mundo bloqueados.
en Paraná mi hermano que va a ser papá,
el Luchi volviéndose a Santa Fe para pensar todo de nuevo,
mi abuelo que a seis años de la muerte de mi abuela
volvió a vivir a su casa de Villaguay.
De la ventana para afuera hay en algún lugar un ex
que no dejo descansar en paz como los muertos
porque no nos perdono.
La luz amarilla de la calle
entra al cubículo de la cocina
para diferenciarme de la mesada
sobre la que me siento.
Apoyo la cabeza en la alacena
y hago shhh a las decisiones postergadas
y a la conversación que me dice
hay que ocuparse más y preocuparse menos.
Ya sé.
Ya sé todo lo que me van a decir y no aprendo.

Hay un agujerito redondo con cables en la pared
esperando a que algo haga conexión.

Voy a la pieza, Lucha duerme,
la espera una semana difícil, pero duerme,
quiere decir que al menos ella
está en un mismo lugar.
Me acuesto mirando al revés la ventana
y pienso si las estrellas servirán para algo.
Cuando éramos chicos servían para decirnos
que ahí estaban los seres queridos.
Me gustaría verlas como perillas,
saber por qué no puedo conciliar el sueño,
saber en qué ciudad estoy
que no puedo estar acá, durmiendo.



El gran dorado

Desde la butaca de la barranca,
una excelente vista al río.
El sol exculpe su textura
con pequeñas espátulas,
una superficie de diamantes
triturados y esparcidos
sobre el raso o
sobre la nata.
Entre ellos, el brillante más hermoso,
el pescador,
aunque sus formas geométricas
se pierden por la distancia.
Él sabe pero no sabe
la velocidad en que lo veo
desplazarse en su quietud.
Las piernas separadas para mantener el equilibrio,
los pies trabados con la madera,
la postura para no cansarse
y que nos agarre la noche.
La fuerza de los brazos puesta en desterrar
un tesoro que pueda comer
o vender.
Desde acá se ve
como si se agarrara de una soga
clavada en el agua, un pasamanos,
avanzando con cada tirón en la corriente.
Me pregunto dónde estará atada
la otra punta,
¿en una piedra del Iguazú?,
¿en el sol?,
¿en la pata de un elefante en África?
Debería tener cuidado,
las piedras se desbarrancan
y los negros van a comérselo crudo
al diamante si aparece entre las aguas.
Mejor el sol.
El sol le sienta bien, capaz
que porque es un gran
dorado.



Dos poemas de UN FOQUITO EN MEDIO DEL CAMPO


Dicha

Sigo encontrando cierta dicha
en ir en bicicleta hasta tu casa.
Remar no se trata de llegar a la isla,
es disfrutar el trayecto
–dijo Ricardo cuando nos enseñó.
Cada desplazamiento tiene su clave sensitiva.
Bajo los cambios para subir, después
apoyo el peso del cuerpo en los pedales
y me dejo caer en picada.
Se entretejen nudos en los pelos
cuando se ponen a flamear hacia atrás.
Las construcciones van perdiendo altura,
una estela de humo atraviesa el cielo
dibujada con la punta de una fábrica.
Aterrizo en la entrada
de tu casa, las cosas
andan bastante mal ahí adentro
o en cualquier otro reducto
que tengamos que compartir.
Puedo aceptar que ya no nos queremos como antes,
pero, si insisto, es porque la distancia
fabricada entre nosotros
es tan hermosa y delicada
como ningún otro trayecto
que conozca hasta ahora.


***


Vi nevar, en Rosario, y con sol.

A ver si alguien entiende lo que digo.
Estábamos en el primer piso de un
estacionamiento. Nos bajamos, encastrando
las manos en los huecos de la ropa.
Un señor pasó muy cerca con su auto,
dijo algo que sonó como que
estaba nevando en Fisherton,
dijimos "¿qué dijo?", "este tipo está loco",
miramos afuera y los copos perfectos
descendían sobre los parabrisas, fue como una
redención y me acordé de tantos libros
y de tantas películas. Quise llamar
a todos por teléfono, decirles que los amo.
Necesito algo que me haga concha el corazón.
Como cuando se te pega una canción espantosa
y necesitás otra pegadiza para reemplazar
esa pieza en tu cerebro automático.
Necesito algo que me destruya.




Daiana Henderson nació en Paraná, Entre Ríos, en 1988. Cursa la carrera de Comunicación Social en Rosario. Publicó Colectivo maquinario (Diatriba, Santa Fe, 2011), Verão (Neutrinos, La Paz, 2012), El gran dorado (Ivan Rosado, Rosario, 2012), A través del liso (Determinado Rumor, 2013) y Un foquito en medio del campo (Editorial Municipal de Rosario, 2013).



Ilustración: Gaby Thiery



Hacia otro hemisferio de las cosas - Matías Moscardi

Por un lado: “No me entra la realidad en los ojos…”; por el otro: “…hay mundos adentro de las cosas”. Repliegue y despliegue: uno podría pensar que los poemas de D.H. llevan inscripto un pulso fluvial, una escritura que orillea el lenguaje, literalmente, que se expande para luego retraerse, que se abre y luego se contrae, en un cauce intersticial entre el desenfreno (“…Quise llamar/ a todos por teléfono, decirles que los amo./ Necesito algo que me haga concha el corazón”) y la delicadeza (“…la distancia/ fabricada entre nosotros/ es tan hermosa y delicada/ como ningún otro trayecto/ que conozca hasta ahora”). De ahí esas figuraciones de trayectos, recorridos, distancias, que aparecen casi como invariable en esta selección de poemas en donde el texto, como un río, va acumulando sus sedimentos, objetos, imágenes, experiencias, relatos, siempre como ramajes que se impulsan y despliegan unos a otros; y entonces la poesía sería una manera de abrir, agrietar o exponer esos mundos encriptados en las cosas, que nunca caben en los ojos y por eso mismo no terminan de estar integradas al orden visible del mundo, pero que a su vez parten axiomáticamente de él: es decir que no hay mirada posible, no hay despliegue del afecto y del recuerdo, de las cosas cargadas de nuestra propia experiencia, del significado que les asignamos, sin ese otro movimiento de repliegue que opera como contrapeso frente a la inmanencia de lo real, esa fuerza indagatoria de excavación en la materia de la lengua, hacia adentro, en profundidad, que se transforma, por arte del poema, en una vía de emergencia hacia ese otro hemisferio de las cosas: su sentido.  



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