Poemas de EL GRAN DORADO:
Bicicleta
Cada uno de
los caminos es un túnel
vallado por
árboles de distinta especie.
Andá a
saber dónde nos llevan.
Clava el
talón en el ripio y dice
“¿a dónde
queda el atardecer?”.
Hay que
agarrar por la derecha.
Llegamos a
donde se termina todo,
con
esfuerzo.
Debemos
atrapar el sol,
hay que
alcanzarlo.
Está
nublado pero podemos
percibirlo
triturar los últimos
papeles
aluminio de la ruta
paralela al
horizonte,
atrás de la
plantación que ahora es verde loro,
pero en una
época del año, me dicen,
vienen las
niñas de 15 a
fotografiarse
al campo
dorado de trigos.
No me entra
la realidad en los ojos
y quisiera
que el mundo sea sólo esto.
Bastaría.
No habría
mayor necesidad, excepto
abrigarse
cuando oscurece,
compartirlo.
De vuelta,
voy esquivando con la bicicleta
pozos de
agua sedimentada.
Me creo
lejos de las obligaciones, acá.
Pero vuelvo
cargando la mayor
de las
responsabilidades: escribir
el poema
más hermoso.
Un balcón es una viñeta
La apertura
del invierno
inaugura la
temporada
de los
abandonos.
Como si
algún organismo
interno, se
rehusara a recurrir
a los
recursos gratuitos
de la
supervivencia humana.
Todas las
luces
de los
edificios se terminan
junto con
tu cigarrillo.
Apago el
televiso,
me pregunto
cómo se habrán escuchado
las cosas
que te dije
desde donde
te encontrabas.
Prendo uno
para que algo,
en el
espacio de la ciudad
que crece
entre nosotros,
permanezca
encendido.
La ropa mojada junto a la rejilla
Escribir
sobre lo
que se puede escribir
es como
pensar en ser
lo que
podemos ser,
¿por qué no
quedarse quieto?,
¿por qué
mejor no dejarse?,
charlar con
el que
va sentado
al lado, en vez
de poner
esa cara de
“hacia
donde voy
es un lugar
misterioso e importante
y todos me
esperan allá”.
Si sabemos,
todos hemos
pasado
por ese
momento
en que
salimos de la ducha
y nos
quedamos
sentados
sobre la tapa del inodoro
desnudos
y con las
manos agarrándonos la cara,
para que no
se nos salga,
para que
por lo menos
eso nos
quede.
En una cocina de Rosario
Dos
lucecitas verdes del módem en la oscuridad
titilan
como si estuvieran asustadas.
Del freezer
sale un ruido de viento polar
que me hace
pensar que hay mundos
adentro de
las cosas.
Adentro de
la compu apagada
está
Eugenia que se fue a España
con su
familia durante la crisis
y no pudo
volver nunca,
está Agu en
Buenos Aires
tirado en
la cama, pensando
con qué
reemplazar el cigarrillo.
En mi
celular sin crédito
hay varios
mundo bloqueados.
en Paraná
mi hermano que va a ser papá,
el Luchi
volviéndose a Santa Fe para pensar todo de nuevo,
mi abuelo
que a seis años de la muerte de mi abuela
volvió a
vivir a su casa de Villaguay.
De la
ventana para afuera hay en algún lugar un ex
que no dejo
descansar en paz como los muertos
porque no
nos perdono.
La luz
amarilla de la calle
entra al
cubículo de la cocina
para
diferenciarme de la mesada
sobre la
que me siento.
Apoyo la
cabeza en la alacena
y hago shhh
a las decisiones postergadas
y a la
conversación que me dice
hay que
ocuparse más y preocuparse menos.
Ya sé.
Ya sé todo
lo que me van a decir y no aprendo.
Hay un
agujerito redondo con cables en la pared
esperando a
que algo haga conexión.
Voy a la
pieza, Lucha duerme,
la espera
una semana difícil, pero duerme,
quiere
decir que al menos ella
está en un
mismo lugar.
Me acuesto
mirando al revés la ventana
y pienso si
las estrellas servirán para algo.
Cuando
éramos chicos servían para decirnos
que ahí
estaban los seres queridos.
Me gustaría
verlas como perillas,
saber por
qué no puedo conciliar el sueño,
saber en
qué ciudad estoy
que no
puedo estar acá, durmiendo.
El gran dorado
Desde la
butaca de la barranca,
una
excelente vista al río.
El sol
exculpe su textura
con
pequeñas espátulas,
una
superficie de diamantes
triturados
y esparcidos
sobre el
raso o
sobre la
nata.
Entre
ellos, el brillante más hermoso,
el
pescador,
aunque sus
formas geométricas
se pierden
por la distancia.
Él sabe
pero no sabe
la
velocidad en que lo veo
desplazarse
en su quietud.
Las piernas
separadas para mantener el equilibrio,
los pies
trabados con la madera,
la postura
para no cansarse
y que nos
agarre la noche.
La fuerza
de los brazos puesta en desterrar
un tesoro
que pueda comer
o vender.
Desde acá
se ve
como si se
agarrara de una soga
clavada en
el agua, un pasamanos,
avanzando
con cada tirón en la corriente.
Me pregunto
dónde estará atada
la otra
punta,
¿en una
piedra del Iguazú?,
¿en el
sol?,
¿en la pata
de un elefante en África?
Debería
tener cuidado,
las piedras
se desbarrancan
y los
negros van a comérselo crudo
al diamante
si aparece entre las aguas.
Mejor el
sol.
El sol le
sienta bien, capaz
que porque
es un gran
dorado.
Dos poemas de UN FOQUITO EN MEDIO DEL CAMPO
Dicha
Sigo encontrando cierta dicha
en ir en bicicleta hasta tu casa.
Remar no se trata de llegar a la isla,
es disfrutar el trayecto
–dijo Ricardo cuando nos enseñó.
Cada desplazamiento tiene su clave sensitiva.
Bajo los cambios para subir, después
apoyo el peso del cuerpo en los pedales
y me dejo caer en picada.
Se entretejen nudos en los pelos
cuando se ponen a flamear hacia atrás.
Las construcciones van perdiendo altura,
una estela de humo atraviesa el cielo
dibujada con la punta de una fábrica.
Aterrizo en la entrada
de tu casa, las cosas
andan bastante mal ahí adentro
o en cualquier otro reducto
que tengamos que compartir.
Puedo aceptar que ya no nos queremos como antes,
pero, si insisto, es porque la distancia
fabricada entre nosotros
es tan hermosa y delicada
como ningún otro trayecto
que conozca hasta ahora.
***
Vi nevar, en Rosario,
y con sol.
A ver si alguien entiende lo que digo.
Estábamos en el primer piso de un
estacionamiento. Nos bajamos, encastrando
las manos en los huecos de la ropa.
Un señor pasó muy cerca con su auto,
dijo algo que sonó como que
estaba nevando en Fisherton,
dijimos "¿qué dijo?", "este tipo está
loco",
miramos afuera y los copos perfectos
descendían sobre los parabrisas, fue como una
redención y me acordé de tantos libros
y de tantas películas. Quise llamar
a todos por teléfono, decirles que los amo.
Necesito algo que me haga concha el corazón.
Como cuando se te pega una canción espantosa
y necesitás otra pegadiza para reemplazar
esa pieza en tu cerebro automático.
Necesito algo que me destruya.
Hacia otro hemisferio de las cosas - Matías Moscardi
Por un lado: “No me entra la realidad en los
ojos…”; por el otro: “…hay mundos adentro de las cosas”. Repliegue y
despliegue: uno podría pensar que los poemas de D.H. llevan inscripto un pulso
fluvial, una escritura que orillea el lenguaje, literalmente, que se expande
para luego retraerse, que se abre y luego se contrae, en un cauce intersticial entre
el desenfreno (“…Quise llamar/ a todos por teléfono, decirles que los amo./
Necesito algo que me haga concha el corazón”) y la delicadeza (“…la distancia/
fabricada entre nosotros/ es tan hermosa y delicada/ como ningún otro trayecto/
que conozca hasta ahora”). De ahí esas figuraciones de trayectos, recorridos,
distancias, que aparecen casi como invariable en esta selección de poemas en
donde el texto, como un río, va acumulando sus sedimentos, objetos, imágenes, experiencias,
relatos, siempre como ramajes que se impulsan y despliegan unos a otros; y
entonces la poesía sería una manera de abrir, agrietar o exponer esos mundos
encriptados en las cosas, que nunca caben en los ojos y por eso mismo no terminan
de estar integradas al orden visible del mundo, pero que a su vez parten axiomáticamente de él: es decir
que no hay mirada posible, no hay despliegue del afecto y del recuerdo, de las
cosas cargadas de nuestra propia experiencia, del significado que les
asignamos, sin ese otro movimiento de repliegue que opera como contrapeso frente
a la inmanencia de lo real, esa fuerza indagatoria de excavación en la materia
de la lengua, hacia adentro, en profundidad, que se transforma, por arte del
poema, en una vía de emergencia hacia ese otro hemisferio de las cosas: su
sentido.
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