a esa misma hora
en una ciudad diferente
alguien desarma
el mismo reloj
retorno
y tu cuerpo, una isla invisible
Marcelo
Díaz
frente
al abismo de no saber quién es
está
su nombre, Odiseo
y
con él están todos los demás
y
detrás, los otros que también regresan
los
pasos venideros impedidos
la
voz desecha por la marea
lejos
tendido
en la orilla
su
cuerpo se rehace y busca
la
sanación del propio ser
y
del propio nombre
ómnibus
quienes no han llorado
en el asiento de un
colectivo
nunca traducirán esto que
nos pasa
no saben del paisaje
que también se marcha
por la ventanilla
opacas
las peinaba con colas de
caballos
les ponías vestidos con
puntillas
y volados de color blanco
triste
les ponías amor en las
mejillas
les ponías ceremonias
linajes y protocolos
las llenaba
yo nunca las quise ver
sufrir
respiración
oculta está su cara
peina un cabello que ya no es el suyo
a pesar de pertenecerle a su cuerpo
de niña le enseñaron cómo debía peinárselo
hoy
tantos años después
ha olvidado la voz de su madre
pero peina su cabello como debe
de niña era desobediente
por eso la castigaban
y la retiraban de la mesa
con la comida atragantada
sin poder llorar, con la boca llena de lágrimas
es una extraña la que ahora en el espejo
se sienta frente a ella
(en el momento preciso la abandonará,
lo sabe)
piensa que esta noche
ella debería comprenderla y no ahogarla
no esta noche que todo pende de un hilo
las niñas desobedientes
saben que las castigarán
y aún así se ofrendan en cada cena
zona pública
sos
(siempre lo vas a ser)
el que habita detrás del
espejo
no en sus retratos
noviembre
a Camila
García Reyna
de este lado de la
cama
retumba la
voz
de quien
ocupara el lugar de otras tantas
desde
arriba mira
la costura
de una vereda
que dormita
la noche
piensa en
esa ciudad en la que duermes
la memoria
le quitará el sueño
lo sabe
y sabe
también cuál será su único consuelo
ya no
derrama las palabras que necesita
para mover
su cuerpo
con la
soltura
que el aire
reclama
a sus
espaldas yace una ciudad devastada,
se lo han
dicho
entonces
corre las cortinas y contempla
la suavidad
de la lluvia
palabras perdidas
a Gigliola
Zecchin
entre
naipes y cartas geográficas
ella parte
ha decidido
mudar de lengua
abandona un
cuerpo y una tierra
a pesar del
movimiento
escribe
poemas
para evitar
que algo desaparezca
corbatas Ives Saint Laurent
todos los niños bien
enamorados
de aquel niño bien
que nunca pronunció palabra
azulunala
ella agrega
piedritas a su pulsera
encierra
pequeños relojes de arena
en su casa
de muñecas
en los
diminutos compartimentos de una caja de té
guarda una
mostacilla
por cada
nombre nuevo
los
pliegues del vestido se anudan
atajan su
cuerpo altivo y señoril
esa noche
entre
gritos de cuervos
regresa al
mar
ya en la
penumbra separa
una vez más
algunas
piedritas del resto de la escollera
Juan Páez (1984,
Rosario de la Frontera, Salta), residió hasta hace unos pocos meses en San
Salvador de Jujuy, actualmente vive en Formosa. Es Profesor en Letras y fue
becario del Consejo Interuniversitario Nacional. Publicó varios ensayos en
torno al lenguaje poético y su producción literaria fue incluida en diferentes
antologías. Forma parte de la comisión organizadora de “Sumergible, Festival de
Poesía Contemporánea”. En 2013 participó de un Taller de Poesía a
cargo de Diana Bellessi, actividad organizada por el Fondo Nacional de las
Artes que posibilitó la corrección de la versión final de su libro “Música para
aeropuertos”
Ilustración: Victoria Casadei
Esto
que nos pasa - Natalia Leiderman
No es –solamente- porque hace poco lloré en el asiento de un colectivo ni porque siempre me deslumbro un poco cuando el dolor -esa cosa tan visceral tan íntima- se hace material en el ámbito público. No es solo por eso que abrazo a “Ómnibus” como punto de partida. Con una agudeza, al mismo tiempo enigmática y transparente, este poema condensa algo que vibra en todo el poemario “Música para aeropuertos”. ¿Qué significa llorar en el colectivo? Cuando alguien se sienta en el ómnibus y llora, se abre en el silencio compacto de la multitud una grieta luminosa por la que escapa el dolor individual. Esta grieta monta una pequeña representación en la que ese alguien se ve a sí mismo y en la que los otros pueden ver, si se atreven, algo de su propio dolor. “Quienes no han llorado/ en el asiento de un colectivo/ nunca traducirán esto que nos pasa”. Aquellos que no se han detenido en el viaje a llorar, se pierden algo; se pierden el reconocimiento de su dolor. “Esto que nos pasa” pasa en al menos tres sentidos: nos sucede, nos excede, y a la vez se nos pasa: es temporal. “Música para aeropuertos” construye una poética del viaje que es, también, una poética de lo transitorio, del dolor y del reconocimiento. Todo, en el universo poético de Juan Páez, se va hiriendo y subsanando en el viaje. En los viajes, mejor dicho. Porque el gran viaje se subdivide, o multiplica, en millones de experiencias fugaces.
Los aeropuertos a los que Juan da música son
centros alrededor de los cuales gravita esta experiencia múltiple. Lugares de
anclaje pero a la vez lugares intermitentes, donde nadie permanece ni habita
del todo. Mezcla de momentos y de afectos, donde todos dejan residuos de
distintos territorios, de distintas lenguas y voces. Espacio de intersección y
de transición. Porque hay algo que se marcha todo el tiempo: los lugares, los
amores, partes de uno mismo. En semejante caos, ¿cómo traducir esto que nos
pasa? En principio, aprendiendo a distinguir nuestro dolor. Entre las voces de
“Música para aeropuertos”, Juan evoca a Susana Thénon: “Sólo yo conozco el
dolor/ que lleva mi nombre”. Reconocer el propio dolor es reconocer las
ciudades transitadas y la forma particular en que nos ha esculpido y nos
esculpe el tiempo. Pero ese reconocimiento individual toca simultáneamente un
fondo compartido; nombrar nos permite invitar al otro a nombrarse. Hay quizás, al final, un único dolor,
múltiples ceremonias y juegos para la misma tarea de transitarlo.
Juan Páez dosifica, mesura las palabras, construye un dolor calmo y
preciso, con silencios justos. De pronto nos atraviesa con poemas breves, casi
aforísticos, que tienen la fuerza de aserción de las verdades universales. El poeta nos acerca la palabra como sanación;
recuperar el nombre es poder señalar lo transitorio y, al mismo tiempo, hallar
un punto de apoyo en medio de la fugacidad. La poesía es tal vez una de las
formas de capturar y desentrañar el “esto” de “esto que nos pasa”, una linda forma de hurgar y aventurarse en ese
furioso pronombre demostrativo que encapsula lo que no puede decirse.
Natalia Leiderman, Buenos Aires, 2014.