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Juan Pablo Bonino - Algunas noches cuando nieva




Esa noche pude ver los rayos de luz
descomponerse sobre la nieve, esa noche
sentí cómo tu sangre y la mía circulaban juntas,
esa noche como nunca esperé la punta del amanecer
volverse una parte de tu ojo que ya casi no parpadeaba.

Los relámpagos entibiaban la noche
mientras afuera la nieve envolvía casi todo
con su película de luz, menos las puntas de las rocas
que quizá brillarían si quisieras iluminarlas cuando soñabas:
desde tus ojos se proyectaban relámpagos que segundos después
caían desde el cielo, así como la nieve que venía de la noche
viajaba en secreto por un túnel hacia nuestra sangre.

Nunca sentí a alguien como esa noche,
cuando mientras pasaba el dorso de mi mano
por la tela de tus párpados, escuché cómo suspirabas
y me decías que te sentías sola. Afuera nevaba, poco
pero nevaba. Sin embargo por la luz que salía de tus ojos
imaginé las amarras de un bote soltándose, algo así como
el punto de partida para lo que fue el mejor sueño del mundo:
acariciarte una y otra vez en un ciclo que no era de este planeta,
un tiempo de nieve deslumbrante que cada vez que titilaba en tus pupilas
derramaba en toda la casa un rayo de luz que apuntaba a mi ojo.


ºººº


I

Tenías escarcha en el borde
de tu boca y la bufanda amarilla
te envolvía como un anillo de viento,
los relámpagos acariciaban la tierra
y en el fondo de tus ojos había algo,
me pregunto qué había en ese fondo
y sólo puedo pensar en la nieve que
cae sobre las piedras y las envuelve
como si ya no hubiera un sostén
para esa forma infinita del brillo.

  
II

Al fondo de la noche, las frondosas
tipas se arqueaban con los tironeos
del viento, y -creo acordarme- como
si viniera de otra galaxia, de tu voz
amasijada por los años glaciales
que se hundieron en tus pupilas,
y ahora estás tan hermosa y pienso
este reencuentro como una forma
de saldar deudas con el tiempo
ya pasado que permanece intacto
como un astro perdido en el cielo.


ºººº


Es un amanecer tenue de sol frío
y -como siempre- saco dos naranjas
del bol y me dispongo a exprimirlas,
a quitarles con furia toda esa maravilla
que guardan en el centro de sí mismas:
su forma redonda se ofrece a mi mano
y de pronto siento un leve asombro
por la relación que se establece entre
la rugosidad de su cáscara y mi piel
apenas húmeda después de ducharme.
Agarro las dos naranjas con mi mano
derecha y las arrojo al aire -primero
una y después la otra- y se desata
en las alturas una función alucinada
de metódica desmesura: las esferas
cada vez más brillantes, anaranjadas
y pulidas se consagran como estrellas
mínimas, desplegándose en este rito
antes de que las decapite y el tiempo
les dé su última palada: dos mitades
idénticas y perfectas ahora reposan
en la quirúrgica mesada de granito
a punto de perder su propia vida.


ºººº


Algunas noches cuando nieva
después de cenar, con Julia
conversamos sobre la belleza
de los copos que giran y dan
vueltas por el aire. Ella se queda
enmudecida, cierra sus ojos
y pone sus manos bien abiertas
contra el ventanal empañado
guareciéndose del frío febril
que se expande desde las plantas
de sus pies -ella adoraba estar
descalza en Arizona- y aquí
las medias térmicas ni siquiera
hacen sentirla como en casa.
Desde que llegamos, me dice,
que ha perdido el tono de voz
jubiloso porque aquí casi todo
se tiñe de una sutil despedida,
como si incluso nuestra relación
-me murmura algunos días-
estuviera afectada por la nieve
que se acumula y que nunca
nadie barre. Yo no sé qué decir
y pienso en los aludes, en esas
bolas de nieve que poco a poco
adquieren un tamaño insolente
y arrasan hombres y autopistas.
De todas formas, no todo está
definitivamente perdido, por eso
a veces simulamos postergar
el futuro y sonreímos tímidos
cuando Julia se quita las medias
-y mientras bosteza ese airecito
sureño- yo envuelvo sus pies
con mis manos templadas
hasta que ella me abandona
y se va tras su sueño solitario.


ºººº


En Alaska, el universo que han construido
para que puedas resguardarte del frío polar
es tan sereno como el desierto después
del mediodía. Ahora las puertas despintadas
crujen en los vaivenes del viento y están
con las llaves colgadas a la espera como
si alguien -de verdad- quisiera recibirte.
Quizás no varíe la escena pero estás solo
como no lo estuviste nunca, y recordás
el preciso instante -la energía en tu brazo-
cuando arrojaste las llaves de tu casa
y supiste -como si un rayo te atravesara-
que ya no podías volver atrás. Alguna vez
podrás decir que tuviste -al menos- una
certeza: ese día de agosto de dos mil nueve
Alaska se demoró en tu cuerpo y se impuso
como la próxima parada de un largo viaje
después del abandono de tu casa materna.


ºººº

-Postales-

-I-

Nunca imaginé que el paisaje de Alaska
fuera como es, una acumulación lisa
y fría de autopistas, glaciares y picos
árticos de montañas que sin desearlo
congelan los sueños de sus habitantes.
Así, la primavera en que mis ojos y esta
maravilla se cruzaron, no pude decir
nada, y emergió un leve hálito de mi boca
volviendo gélida cada una de las imágenes
que aún se guarecen en mi memoria.


-II-

Aquí, la nitidez del desierto
es una foto continuamente velada,
por eso los ojos demoran algunos meses
en ajustarse a la forma en que casi todo
se inunda de un extenso fulgor glacial.
Nadie sabe, quizá sólo los esquimales
puedan acertar a describir la agonía
diaria, los secretos que se murmuran
de oído a oído con las lenguas casi
entumecidas, al borde de un silencio
parecido a la noche que aquí se obstina:
largas semanas como un cielo raso
que esconden el verdadero sueño
en las duras pupilas de sus habitantes.


ºººº


Es un domingo y mi hijo murmura
si lo acompaño a buscar un mapa,
un mapa de América, dice: leo Alaska
y se me hace agua la boca por irme
y reemplazar este diciembre sofocante
por la benevolencia de un frío polar,
y pienso en los dignos esquimales
que noche a noche sobre las aguas
congeladas del ártico, como una tela
elástica y oscura, se besan
y preparan té para compartirse
en el erotismo de las volutas
de aire secreto, de las palabras
desérticas que hablan su idioma
bajo cero, y cuando rompen el hielo
para pescar y se resquebraja la tierra
que no existe, lloran ante su cielo
pidiendo, como me pide mi hijo
que no lo abandone en su travesía
para recorrer su mundo, mi barrio,
tal vez parecida a la desolación
de esos seres ajenos al tiempo
que por siglos murieron en la nieve,
así tambien mi hijo traza líneas
en el mapa, como buscando hundir
un cuchillo de plástico, un punto
que sea sólo de él y le permita
aferrarse a sus juegos de la infancia
y a mi mano sudada de padre,
cuando abandone a mi hijo
agitando dulcemente los dedos
de mi mano, que se expandirán
como un remordimiento
en su memoria y en la mía
cuando sea un esquimal de raza
y recuerde la acumulación
de esa sustancia blanca, persistente
y sorda, inaudible como se oye
-supongo- en la larga noche del norte
que ya me silba en el oído.


ºººº


¿Y si fuera el último inquilino
que habitara La Tierra y nadie
pudiera oír mis pasos en la noche
ni hacer más leve ese instante,
el del último y definitivo adiós
cuando quizá pueda despedirme
-silbando mi sueño solitario-
de una vez y para siempre?
Desde aquí, desde Rusia
saludaré al resto del mundo
que ya estará desolado como
si jamás hubiera habido
dos personas amándose,
desbordándose en ese volcán
que se abre con el picaporte
en cada habitación de hotel.
Aquí, sin mí, ya nadie -puedo
asegurarlo- recordará nada,
sólo estará el extenso planeta
-ahora reducido a mi esqueleto
mudo como una noche siberiana-
que amanecerá y así continuará
el ciclo en que el viento sólo
empujará lirios en el viento.
Así atravieso el tiempo, son
los restos de todos los sueños
compartidos que se concentran
en un punto sedoso de mis ojos,
en donde mis pupilas retienen
todo lo que guardaré para siempre
cuando -ya falta poco- cierre
mis párpados, y éstos bajen
el telón final de la historia.





Ilustración: Sebastián Cayol.


Postales desde el ártico - Marcelo Díaz


Cuando hace frío la mayoría de las cosas van más deprisa, o llegan antes.
Me refiero a las casualidades. Me encanta que haga frío.
 Una tarde de mucho frío leí una pregunta de amor,
demasiada bonita para la letra de un niño. 

De “Los amantes del círculo polar”.


Pienso en la dirección del discurso poético en su dimensión puramente lírica. La poesía se instala en el territorio personal y  reanima imágenes y percepciones que no sé muy bien  por qué había olvidado. De manera borrosa, empañada, recuerdo que  Roland Barthes retomaba  la figura del “Holandés errante” y con ella trazaba una analogía con la experiencia amorosa, sus etapas, sus tácticas y sus pliegues en el juego infinito de los signos. Es lo que primero que asocio apenas comienzo con la lectura de los poemas de Juan Pablo Bonino. Imagino el mítico barco fantasma recorriendo los mares y golpeando los extremos del mapamundi por cada movimiento realizado.  Imagino, también, un viaje que encalla en aguas congeladas e inhóspitas. El universo marino asoma en los versos con los que abre la serie: Al acariciarla, ella se deslumbra/ de que las olas continúen su sinfonía/ como si su música jamás se agotara,/ y se despabila camino a casa y casi/ no conversamos. Se dibujan relaciones semánticas en las que aparecen términos como olas y playa que configuran un paisaje donde el mar es protagonista.

La referencia al relato del “Holándes errante” no es casual si tenemos en cuenta que en los siguientes versos: imaginé las amarras de un bote soltándose, algo así como/ el punto de partida para lo que fue el mejor sueño del mundo:/ acariciarte una y otra vez en un ciclo que no era de este planeta  la figura de la nave adquiere una forma prácticamente resuelta. Lo que importa en este caso es la metáfora, el cambio de un sentido por otro. Es necesario recorrer el camino de la diferencia para encontrarnos por fuera de un ambiente mundano y repetitivo.
       Ya inmóvil e intacto en las costas del ártico emerge la vivencia del yo-lírico como el silbido de un esquimal: Nunca imaginé que el paisaje de Alaska/fuera como es, una acumulación lisa/ y fría de autopistas, glaciares y picos/árticos de montañas que sin desearlo/congelan los sueños de sus habitantes. Así como antes se configuraba un universo marino ahora se construye un panorama invernal. De hecho la palabra invierno se repite en varias ocasiones como si demarcara una locación, un punto en la cartografía poética, del trayecto del yo-lírico:   Ahora este invierno en mi casa o Los meses/ del invierno se venían hacia nosotros, hacia/ los átomos de tu pelo que se perdían en el viento,/y se bamboleaban en medio de una quietud astral. Pero no todo se relaciona con el hielo o con los diferentes estados del agua. Hay un movimiento de traslación desde un punto hacia otro en el hemisferio que nos ubica en la posición de un explorador en el interior de la placenta del lenguaje.
       Como contrapunto  de Alaska se menciona otra locación: Arizona. Lo que antes era una experiencia que limitaba con los glaciares ahora está en el corazón de los rayos del sol: Ella se queda/enmudecida, cierra sus ojos/y pone sus manos bien abiertas/contra el ventanal empañado/guareciéndose del frío febril/que se expande desde las plantas/de sus pies -ella adoraba estar/descalza en Arizona- y aquí/las medias térmicas ni siquiera/hacen sentirla como en casa. El yo-lírico habita la soledad de los castillos de hielo desde la cual extraña el calor del verano: me pregunto qué es el tiempo:/una y otra vez imaginé esto,/el regreso a aquellos veranos/ya idos y detenerme tal vez/un siglo en la curvatura astral/de tu cintura, que alguna vez/se perderá también en el espacio/ ambarino de la luz de febrero. Hay dos fuerzas en acción: la del yo que enuncia los poemas  — que podríamos llamar  X — y la del otro que se aleja por momentos con la intensidad de un planeta —a quién podríamos llamar Y—. X escribe desde Alaska, Y añora Arizona. Se produce una superposición entre el calor y el frío, y entre dos topografías que dialogan desde lugares diferentes.
         La leyenda del “Holandés” es la historia de un barco cuyo capitán fue condenado a vagar por los mares del mundo durante toda la eternidad. Por momentos creo que el capitán habrá seguido ciertos recorridos de la luz como si se tratara de una bengala improvisada: Julia está/ dormida y yo quisiera decirle algo:/ quizá preguntarle para qué hicimos/ doscientos kilómetros y aún así/ el silencio es como una luz tibia,/ tenue como el ardor de las velas/ que en la noche lenta finalmente/se apagan. El otro es quizá un mapa invisible compuesto de líneas de puntos luminosos que simulan una brújula o una isla que nos convoca a la distancia con señales de humo para confirmarnos en nuestra soledad.
       La experiencia del encuentro con el otro muchas veces es intraducible, la metáfora del barco puede ser identificada con la idea de que erramos en nuestras elecciones y cuesta encontrar un puerto sobre el cual soltar amarras como si fuera la casa definitiva que habitaremos. Con respecto al futuro sólo restan interrogantes: Quién podrá decir todo aquello/ por lo que venimos esperando (…) esos granos/acumulándose, en definitiva/bajo las plantas de los pies/de los viajeros que ya no van/a ninguna parte. ¿Alguna vez/podré decir: ya no quiero ir/ a ninguna parte? Preguntas cuyas respuestas pueden provenir de los seres que por alguna razón se transforman en queridos y de a poco terminan por escribir nuestra biografía justo en el límite donde el discurso, en  su descomposición elemental,  se vuelve una consecuencia del silencio.


Marcelo Díaz, Río Cuarto, 1981.